El gato de manchas marrones y negras había terminado de comerse su latita de atún y ahora se lamía las patas con elegancia.

Eva lo miraba atenta, inmersa en sus pensamientos. De sus ojos nacían gotas de tristeza que le bajaban por las mejillas. Llevaba más de tres horas allí sentada, indecisa sobre si ir o no ir a la cena que el chaval del mercado le había propuesto con tanta amabilidad.

¿Pero qué había hecho?, ¿por qué la vida tenía que ser tan difícil?

Su mente era un torbellino de preguntas y tanto pensar en todas las posibles respuestas la mantenía allí paralizada.

Ahora el grupito de amigos estaría jugando a juegos de mesa después de haberse tomado una deliciosa paella.

El gato se acercó a ella maullando cariñosamente. Ahora que tenía la panza llena era el momento de acurrucarse en el regazo de su mejor amiga.

Ella lo cogió con ternura. Ambos permanecieron quietos, calmados, formando parte de aquel denso silencio.

Un silencio solo aparente, porque el torbellino mental seguía lanzándole preguntas.

Aceptar aquella invitación era mucho más que ir a cenar. Era abrir una pequeña grieta en el muro que había construido a su alrededor, el muro que la protegía de la vida de la que había escapado.

Estaba en sus manos dejarse llevar o seguir escondida en su propia burbuja.

Observó cómo el reloj seguía tic-taqueando sin darle importancia a ninguna de aquellas preguntas y eso la empujó a tomar una decisión.

— Vamos Fay.

«Mejor tarde que nunca», se dijo.

Salieron de casa y caminaron hacia la dirección que le había dado Axel.

Aunque este llevaba ya un buen rato caminando, persiguiendo el túnel de luz que su linterna iba abriendo ante sus ojos.

Por un lado se sentía en paz, contento. Estaba saboreando la sensación de aventura que tanto había buscado. Cada paso hacia adelante borraba un poco más el peso del aburrimiento, de la vida predecible y fácil que él mismo había construído durante los últimos años.

Pero por otro lado, cada paso hacia adelante era también un paso hacia lo desconocido. En cierto modo estaba destruyendo algo.

Se detuvo.

La luz de la linterna se clavó en la rama retorcida de un viejo árbol.

¿Qué hacía allí? ¿de verdad lo había dejado todo atrás para seguir un sendero oscuro y un horizonte invisible?

Una sensación incómoda se apoderó de él. Escalofrío.

¿De verdad era esto la libertad? ¿Y si realmente estaba escapando de sí mismo y no de la ciudad?

Se sentó en el suelo. Apagó la linterna.

La oscuridad lo abrazó por completo, como una manta áspera que le susurraba incertidumbres.

Los ruidos del bosque que hace un rato sonaban agradables, ahora eran solo eso: ruidos.

El crujido de una rama. El aleteo distante de un pájaro. Pequeñas piezas de un puzzle sin color.

Le vinieron ganas de darse la vuelta. De desandar lo andado y volver al olor a paella. A la luz de su apartamento y su habitación llena de fotos pegadas en las paredes.

¿Qué quería realmente?

La pregunta se le atragantó. Sin forma, sin respuesta.

Le daba rabia no saberlo. Se sentía como un barco a la deriva. Sin velas.

Entonces la primera gota cayó en su frente. Fría. Decisiva. Luego otra. Y otra.

Y así es como la lluvia empezó a bailar sobre las hojas. La vida regalándole un buen puñado de ironía.

Se levantó con un suspiro. Rebuscó en la mochila. Sus dedos encontraron el tejido frío y plasticoso del chubasquero.

Lo sacó con rapidez y se envolvió en él completamente. Desde los hombros hasta las rodillas, incluyendo su mochila.

«Basta ya… qué aventura ni qué aventura, ¡a tomar por saco!», se dijo malhumorado.

Ajustó el gorro del chubasquero y empezó a deshacer el camino andado.

Ni siquiera se preocupó de encender la linterna, muy al fondo se veían aún tenues las lucecitas de su ciudad.

No había dado ni ocho pasos cuando un grito alocado le volvió a parar en seco.

….

Una música alegre y juguetona había invadido la escena.

Axel se quedó inmóvil con los ojos abiertos en la oscuridad.

¿Qué era eso?

Ah claro, su altavoz portátil. El que siempre le acompañaba para cocinar.

Escupía alegría musical desde el interior de la mochila.

Qué raro… si él no lo había encendido.

O bueno, quizás le había dado sin querer al sacar el chubasquero… aunque de eso hacía ya casi un minuto.

Las gotas caían cada vez con más fuerza

Pero la boca se le curvó en una sonrisa. La música, tan fuera de lugar en aquel escenario de lluvia y árboles, era absurda. Esa absurdidad lo tranquilizó.

Le sacó de su bucle de pensamientos. Una dosis de energía inesperada.

Entonces recordó por qué estaba haciendo aquello: estaba buscando vivir cosas nuevas, cosas impredecibles.

Así que volvió a darse la vuelta una vez más. Decidió encender su linterna, cuya luz ahora se hizo más nítida. Las gotas resbalaban por el tejido plasticoso de su chubasquero como pequeñas caricias que intentaban decirle algo. No estaba solo.

No sabía a dónde iba. La oscuridad que le rodeaba seguía siendo una incógnita. Pero ahora la música, con su ritmo inocente y travieso, le acompañaba.

Y en ese instante, Axel sintió que a pesar de estar allí plantado bajo la lluvia en medio de la nada, era aquella la sensación de aventura que siempre anhelaba. Siguió caminando con paso firme, escuchando cómo aquel juguetón combo de instrumentos y voces se rebelaba contra la noche, contra la lluvia y contra todos los pensamientos negativos.

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