Era la hora del almuerzo en la residencia de ancianos de Taramundi y, como siempre, la atmósfera del comedor estaba sumida en un aburrido silencio. Los ancianos miraban sin apetito los platos llenos de sobras.
Javier, sentado junto a la ventana, pinchó una albóndiga con desgana.
— Esta albóndiga tiene menos vida que yo — se quejó, lanzando una mirada de complicidad a Magdalena, sentada justo enfrente.
— Javier, ya quisiera yo tener la elasticidad de esa albóndiga — respondió ella con ironía, provocando una risita apagada entre sus compañeros de mesa.
Desde lo alto de un armario, detrás de una lata de galletas caducadas, Brocolino, un Magikito con gorro de chef y un delantal pringoso, escuchaba atentamente. Lucía una barrigota prominente y llevaba chanclas de piscina para sentir el fresquito en sus pies.
— Esto no puede seguir así — murmuró, rascándose la panza pensativo — Estos viejitos necesitan una buena explosión de sabor.
Aquella misma tarde, mientras Javier regresaba desmotivado a su habitación, encontró sobre su cama un libro antiguo titulado Recetas del Mundo, por Brocolino, el Gran Cocinero del Caos.
— ¿Pero qué es esto? — exclamó Javier, ojeándolo curioso. Las páginas mostraban recetas vibrantes, ilustraciones divertidas y combinaciones absurdas pero tentadoras.
A la mañana siguiente, tras otro desayuno insípido, Javier reunió a Magdalena, Manolo y Pepita en su habitación.
— Mirad lo que me he encontrado, creo que deberíamos intentar cocinar estas recetas — les anunció, mostrando el libro con entusiasmo.
— ¿Y qué vamos a hacer, cocinar en tu mesita de noche? — preguntó Manolo con una ceja levantada.
— Algo mejor — sonrió Javier — ¡Tengo esto! — y sacó un pequeño hornillo de camping que tenía escondido bajo la cama — Bienvenidos al primer encuentro del Club de los Cocineros Rebeldes.
Así, cada día después del insípido almuerzo oficial, los ancianos comenzaron a recolectar discretamente las sobras del comedor y las almacenaban en una pequeña nevera portátil.
Una tarde prepararon Empanadillas Inquietas de Paella Japonesa usando arroz del almuerzo, trocitos de pescado seco y algas Nori que Brocolino había hecho aparecer misteriosamente en el cajón de calcetines de Magdalena.
— ¡Esto está más bueno que el bingo de los miércoles! — exclamó Pepita, chupándose los dedos.
— Magdalena, se nota que las algas tienen un poco de sabor a tus calcetines — dijo Manolo entre carcajadas.
Otra noche hicieron la receta de la Pizza loca con ingredientes prohibidos, combinando tomates secos en conserva, nueces y una salsa de yogur griego que Brocolino había dejado enganchado en la manilla de la puerta del baño.
— Javier, me siento como si tuviera otra vez cincuenta años — dijo Manolo entre risas — ¡aunque creo que he perdido un diente masticando las nueces!
— ¡No importa! — respondió Magdalena — Mañana haremos una sabrosa Crema dental de aguacate alimonado, parece que ese tal Brocolino ha dejado la receta sobre mi almohada.
Brocolino, siempre atento, terminó de lamer la tapadera de un bote de pesto… y luego se pasó el resto del día colocando especias africanas, frutas tropicales y chocolates suizos multicolor en lugares absurdos como zapatillas, cajas de medicamentos y los cuadros de los pasillos.
Una tarde, al abrir su armario, Javier exclamó:
— ¿Quién ha untado esta crema de chocolate en mis calzoncillos?
— Culpa del chef con chanclas — dijo Pepita, que ya se había hecho amiga del Magikito.
Una tarde, Manolo encontró un bote de nata en su gorra favorita. Y Magdalena encontró fresas frescas dentro de su joyero.
Cada cosa que encontraban, les permitía hacer recetas nuevas.
Con el tiempo, la pasión culinaria fue tal que las reuniones del club comenzaron a celebrarse a horas cada vez más extrañas.
Una madrugada, a las cuatro de la noche, Javier calentaba alegremente unas tortillas mientras Magdalena preparaba guacamole entre bostezo y bostezo.
— No recuerdo cuándo dormí la última vez, pero no importa — comentó Pepita, jugando a las cartas con Manolo en un colchón tirado en el suelo.
La habitación de Javier se había convertido en un campamento improvisado. Los ancianos reían hasta llorar, cocinaban recetas extravagantes y compartían historias de su infancia.
La comida les había devuelto la juventud y una amistad que nunca habían experimentado.
Un día, la directora de la residencia, atraída por un delicioso aroma, apareció de pronto en la puerta.
Todos congelaron sus movimientos, asustados.
— ¿Qué está pasando aquí? — preguntó con voz severa.
— Celebramos el cumpleaños número 105 de Magdalena — improvisó rápidamente Javier.
— ¡Pero si solo tengo ochenta y nueve! — protestó ella, algo ofendida.
Sin poder contenerse, Javier le ofreció a la directora un plato con una irresistible Ensaladilla de brócoli con baconsitos crujientes.
Tras un bocado, la directora sonrió con sorpresa.
— Creo que tendremos que replantear el menú de la residencia… y necesito una copia de ese libro, por favor — añadió, señalando el libro de recetas que estaba descaradamente colocado a plena vista, sobre el colchón en el suelo.
Desde su rinconcito, Brocolino sonrió satisfecho, dando un mordisco a un trozo de pizza que guardaba en su bolsillo y limpiándose las manos en su delantal.
Había demostrado, una vez más, que un poco de magia culinaria puede devolverle el entusiasmo incluso al corazón más cansado de la vida.