En una esquina tranquila del pueblo, justo donde la calle se curvaba para dar paso a la gran avenida, había un pequeño local. La farmacia del señor Timoteo era modesta y olía a menta, con estantes repletos de cajas y frascos perfectamente ordenados. La gente entraba y salía con sus recetas en la mano, con pasos cansados y miradas apagadas.
Uno de los clientes más fieles era el señor Romuldo. Un hombre mayor, delgado como un perchero, que siempre llevaba una boina gris y caminaba arrastrando los pies.
Vivía solo en un apartamento en el último piso, donde los relojes estaban todos detenidos y las ventanas siempre cerradas.
Cada lunes, sin falta, acudía a la farmacia para recoger sus pastillas contra la tristeza. Nunca saludaba, nunca sonreía. Solo pagaba, guardaba la cajita en su bolsillo y desaparecía.
— Lo de siempre, Timoteo — murmuraba con la voz cansada, sin levantar la vista — Para seguir… igual.
— Aquí tiene, don Romuldo — respondía el farmacéutico con una sonrisa discreta — Que tenga buen día.
Pero lo que Romuldo no sabía era que alguien más vivía en esa farmacia.
Farmita era una Magikita muy astuta, que llevaba una colorida chaqueta hecha con etiquetas de medicamentos, botones de los anillos de botellas de jarabe y un termómetro para sujetar su peinado. Se escondía entre los sobres de infusión y las cremas para rozaduras, y cuando alguien entraba con el corazón pesado, su naricilla mágica lo detectaba al instante.
Aquel lunes, Farmita sintió el eco de la tristeza de Romuldo desde que cruzó la puerta. Lo observó subir al mostrador con la mirada caída, pedir sus pastillas y girarse para marcharse como siempre.
Fue entonces cuando actuó.
Con la velocidad de una hoja al viento y la delicadeza de un suspiro, se deslizó hasta el estante y cambió la caja de pastillas por una igualita por fuera, pero muy distinta por dentro. Dentro de esa cajita había un libro diminuto, casi mágico, con la historia perfecta…
Aventuras en Taramundi
Una colección de relatos escritos para despertar las emociones perdidas.
Esa noche Romuldo llegó a casa, puso agua a calentar como siempre y se sentó en su sillón a tomarse la pastilla contra la tristeza… pero al abrir la caja, en vez de las tabletas habituales, encontró el librito. Lo miró con ceño fruncido. Dudó. Susurró para sí:
— Otra equivocación más… qué más da.
Pero al ver una portada tan misteriosa, en la que unos duendes de porcelana jugaban al fútbol con el hueso de un aguacate, decidió darle una oportunidad.
Y lo leyó. ¡Vaya si lo leyó!
El libro lo atrapó de inmediato. Era la historia de los Magikitos, unos seres diminutos que vivían escondidos en los rincones de Taramundi, un pueblo mágico del norte de España. Los Magikitos resolvían injusticias, transformaban el aburrimiento en momentos únicos y se pasaban el día coleccionando objetos abandonados para darles un uso divertido.
Romuldo no durmió esa noche. Cuando terminó de leer, se levantó, abrió las ventanas y respiró profundamente como si no lo hiciera desde hacía años.
La semana siguiente no fue a la farmacia. Ni la siguiente tampoco.
— ¿Y Romuldo? — preguntó una señora al pasar. — No lo he visto esta semana. ¿Estará bien?
— Yo lo vi en la estación con una mochila — respondió un panadero. — ¡Y sonriendo! Casi me caigo de la sorpresa.
Timoteo, desde su mostrador, meneaba la cabeza entre confundido y emocionado.
— Pues… qué cosa más rara. ¿Estás seguro de que era él?
A los pocos días, toda la gente del pueblo hablaba de lo mismo. Todos murmuraban con asombro sobre la noticia del momento.
— ¡Romuldo se ha ido de viaje! — comentaba la florista a una clienta — ¡Con lo casero que era!
— Dicen que se ha reencontrado con su hermana — añadió el panadero — Y que quiere aprender a cocinar con los mejores chefs del país. ¡A cocinar, él!
— Y a buscar un lago donde se enamoró cuando era joven — dijo otro, con un brillo nostálgico en los ojos.
Farmita, escondida detrás de un paquete de pastillas contra la tristeza, sonreía con los ojos brillantes.
Ella sabía que, a veces, la medicina más poderosa era una buena historia, entregada justo a tiempo.