En el corazón de un abarrotado pueblo, había una pequeña pastelería donde la gente iba para darse un capricho de vez en cuando. Aquel día estaba bastante llena de gente, pero todos muy callados, un ambiente silencioso y aburrido. Unos mirando el móvil y otros mirando al suelo.
Martín, un niño de cinco años con un encanto particular para las rabietas, estaba aburrido de comer siempre lo mismo… si no eran tartas de queso eran galletas de chocolate, ¡siempre la misma cosa!
Entre lágrimas y sollozos, expresaba su frustración: «¡Pero mamá, aquí no hay nada interesante!». Su madre, al borde de la desesperación, intentaba calmarlo sin éxito, mientras otros clientes miraban de reojo con cara de asco. Qué niño tan maleducado… pensaban.
Desde una esquina alta de la tienda, oculta detrás de la lámpara, observaba Dulcinea, una Magikita diminuta con un vestido hecho de envoltorios de caramelos y un sombrero puntiagudo adornado con un lazo de crema. Sentía una gran empatía por las emociones del niño y sabía que era su momento de actuar.
Con una sonrisa traviesa, Dulcinea agitó su pequeña varita, esparciendo un polvo mágico sobre los dulces. De repente, los dulces comenzaron a cambiar de sabor de manera caprichosa. Chocolate que sabía a fresa, caramelos con sabor a pizza, tartas de mil colores y gominolas que cambiaban de sabor con cada mordida.
Martín, sorprendido por el cambio repentino, se secó las lágrimas y con curiosidad comenzó a probar uno tras otro. Con cada nuevo sabor, su enfado se transformaba en asombro y risas. «¡Mamá, prueba esto, sabe a cinturón de cuero…. y ahora parece crema de pistachos!», exclamaba con alegría.
Los otros clientes, intrigados por la alegría del niño, empezaron a probarlo todo también, eligiendo dulces al azar y compartiendo sus experiencias sorprendentes. Ya nadie miraba su móvil, la tienda se llenó de risas y conversaciones animadas, mientras todos disfrutaban del encanto inesperado.
Dulcinea, desde su escondite, sonreía satisfecha al ver cómo su magia no solo había calmado una rabieta, sino que también había transformado un día ordinario en uno lleno de sorpresas y felicidad compartida.
Al final del día, Martín y su madre salieron de la tienda con una bolsa llena de dulces mágicos, y el pequeño prometió volver pronto para descubrir nuevos sabores. Dulcinea, feliz por el trabajo bien hecho, se preparaba para su próxima aventura mágica, sabiendo que pequeños actos de magia pueden traer grandes alegrías.