Curiosino en el Museo

Era una luminosa mañana de abril cuando el autobús escolar aparcó delante del enorme edificio acristalado del Museo de Ciencias y Tecnologías de Taramundi.

Los veinticinco alumnos de cuarto de primaria bajaron ilusionados: por fin iban a ver el lado práctico de todo lo que su profesora les había enseñado durante los últimos meses.

Pero dentro les aguardaba un silencio casi religioso. Cada vitrina lucía un cartel blanco con letras rígidas: «NO TOCAR». Había botones apagados, palancas inmóviles y maquetas que parecían dormir desde hacía siglos. El olor a barniz viejo y ambiente cerrado inundaba la sala.

— ¿Esto es todo? — gruñó Diego, rascándose la cabeza.

Para compensar la decepción, Sara arrancó un cartel suelto y se lo pegó a la camiseta. —¡Mirad, soy una vitrina! — bromeó, provocando alguna risa floja y el primer bostezo colectivo.

Esperanza, la profesora de rizos cobrizos, intentó sonreír.

— Tened paciencia, seguro que encontramos algo interesante… — respondió, aunque por dentro temía que la excursión terminara en siesta.

Lo que nadie vio fue al pequeño ser que se deslizaba bajo las mesas de exposición. Curiosino, un Magikito de mirada curiosa y ropa hecha con chatarra electrónica, estaba preocupado.

— Esto está más apagado que un motor sin fuego — murmuró, alzando la cucharita mágica que él mismo había fabricado — Hora de encender la curiosidad.

Y dio el primer toque.

Una ráfaga de brillo recorrió la sala de óptica. La lámpara central estalló en un abanico de colores que flotaban como cometas.

— ¡Un arcoíris que respira! — exclamó Alicia, intentando atrapar un filamento violeta.

— Eso se llama refracción — aprovechó Esperanza, maravillada — La luz blanca se separa en todos sus colores cuando atraviesa el cristal.

Los colores danzaban entre los dedos, dejando destellos en las pupilas y un zumbido de sorpresa suspendido en el aire.

En la galería de Electromagnetismo, una antena polvorienta cobró vida. Curiosino dibujó círculos invisibles y, de pronto, las ondas comenzaron a brillar en espirales turquesa.

— ¡Mirad cómo se mueven! — dijo Luis, dando palmadas. Cada golpe movía las ondas, que respondían cambiando de forma como una coreografía al ritmo de la música.

— Son ondas electromagnéticas, las que estudiamos ayer — explicó la profesora — vibraciones que viajan por el espacio y traen música, videos, fotos…

— ¿Y pizzas? — se coló Sara, levantando carcajadas.

Más adelante esperaba un reluciente motor de Stirling tras un cristal grueso. Era un cilindro de latón con un volante pulido. Curiosino se plantó sobre el volante, agitó su cucharita y el cilindro se volvió transparente como el agua.

Con un suave chisporroteo, el motor comenzó a ralentizarse hasta que todo pudo verse perfectamente a cámara lenta: el pistón empujaba el aire, este se expandía en un destello rojizo de calor y lentamente se volvía azul al enfriarse.

— ¡Parece gelatina de vapor! — dijo Marcos, acercándose asombrado.

— Aquí la energía térmica se convierte en movimiento — explicó Esperanza, señalando — Calor que empuja y frío que tira.

— Pues yo haré una bici que funcione con este sistema — dijo Diego, ahora contagiado del entusiasmo.

Curiosino, escondido entre los alumnos, se rió para sí. — ¡Menudo empujón de ingenio! —

De repente la magia alcanzó su clímax. Ecuaciones resplandecientes surgieron del suelo y giraron sobre las cabezas. Las leyes de Newton se dibujaron justo donde ocurrían: una manzana luminosa caía, frenada por una fuerza opuesta; integrales azules serpenteaban como dragones de tinta mostrando áreas bajo curvas danzantes.

— ¡Mirad, las mates molan! — gritó Irene, dando un salto.

Esperanza, con la voz temblorosa de emoción, escribió en el aire con su dedo: la tiza invisible dejaba trazos de luz que se unían al espectáculo.

— La ciencia es un lenguaje — dijo — Y todos podemos hablarlo.

Gabriel alzó la mano, pero habló sin esperar su turno:

— ¡Quiero construir una piscina para bañarme sin mojarme!

— Yo inventaré baterías vivas que se recarguen a sí mismas comiéndose la basura de mi habitación — añadió Martina.

Las ideas brotaron como palomitas hasta llenar la sala con sueños de ingeniería.

Cuando el vigilante regresó, las luces habían vuelto a la normalidad y los carteles seguían intactos, aunque a nadie le importaba ya.

Los alumnos partieron hacia el autobús cargados de bocetos, hipótesis y sonrisas.

Esperanza miró atrás un instante y vio algo extraño en la rejilla del aire acondicionado.

Curiosino había dejado suspendido en el aire un diminuto signo de interrogación hecho de luz.

Ella susurró, casi sin voz:

— Que la pregunta nunca se apague…

El Magikito saludó con su cucharita y se deslizó por los conductos, seguro de que aquel museo nunca volvería a ser un lugar aburrido.

Y así, con un pellizco de magia y toneladas de curiosidad, una excursión que prometía siesta se había convertido en el amanecer de muchos futuros inventores.

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