Era un lunes gris en la gran oficina de un edificio de cristal, donde cada día parecía una copia del anterior. El ambiente era pesado, los empleados escribían sin cesar en sus ordenadores, y las tazas vacías de café se acumulaban en las mesas.
El jefe, Don Rigoberto, era un hombre de semblante serio, siempre enfocado en los números y en cómo aumentar las ganancias de su empresa. Cada día, su voz resonaba por el altavoz: «¡Más rápido, más eficiente, más dinero!». Nadie sonreía, nadie conversaba, y la creatividad parecía haberse esfumado de aquel lugar.
Pero lo que nadie sabía era que, escondida entre las plantas de la oficina, estaba Bailotina, una Magikita muy particular. Tenía el cabello rizado de color púrpura y una falda de hojas que se movía cuando caminaba. A Bailotina le encantaba bailar y hacer que otros se unieran a su ritmo, especialmente cuando el ambiente se sentía tan tenso y apagado.
Bailotina llevaba días observando la oficina y sintiendo la tristeza de los empleados. No podía soportar ver tanta seriedad y aburrimiento. Sabía que tenía que hacer algo para cambiar las cosas, así que ideó un plan mágico.
Una mañana, mientras Don Rigoberto revisaba ansiosamente los gráficos de ventas, Bailotina se acercó sigilosamente a su escritorio. Con un pequeño salto, llegó hasta el ventilador de la oficina y, con un movimiento de sus manos, lanzó una nube de polvo brillante que se esparció por todo el lugar. Este polvo mágico tenía el poder de convertir cualquier objeto en algo… ¡musical!
De repente, los teclados de los ordenadores empezaron a sonar como pianos, los teléfonos comenzaron a emitir ritmos de tambores, y hasta las chirriantes sillas giratorias emitían notas alegres al moverse. Un lápiz cayó al suelo y empezó a sonar como una flauta. Los empleados, al principio sorprendidos, no pudieron evitar reír al ver cómo los objetos cotidianos se convertían en instrumentos musicales.
Bailotina aprovechó la confusión para deslizarse hasta el sistema de sonido de la oficina y, con un pequeño toque de su varita, hizo que una alegre melodía comenzara a sonar por los altavoces. Poco a poco, los pies de los empleados empezaron a moverse casi sin darse cuenta. Uno de ellos se puso a dar pequeños pasos de baile mientras seguía escribiendo, otro se levantó y dio un giro en su silla, y pronto todos en la oficina estaban moviéndose al ritmo de la música.
Incluso Don Rigoberto, al principio perplejo, sintió cómo su pie derecho empezaba a moverse de manera involuntaria al ritmo de la melodía. Intentó resistirse, pero finalmente, una gran sonrisa apareció en su rostro y de repente se montó encima de su escritorio, ¡bailando como nunca lo había hecho!
—¡Esto es ridículo! —intentó exclamar, pero su risa lo interrumpió. Se sintió más ligero, más libre, como si todo el peso de las preocupaciones se hubiera desvanecido por un momento.
La música siguió sonando, y Bailotina se unió al baile, guiando a los empleados en una coreografía mágica que parecía no tener fin. Bailaron juntos durante lo que parecieron horas, riendo, cantando, olvidándose del trabajo, los números y las metas. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y por primera vez en mucho tiempo, todos se sentían verdaderamente felices.
Cuando la música finalmente se desvaneció, y los sonidos de los teclados y los teléfonos volvieron a la normalidad, los empleados se miraron entre sí, aún riendo y jadeando por el esfuerzo. Don Rigoberto, con la corbata torcida y el cabello alborotado, miró a su equipo y sintió algo que nunca antes había sentido: orgullo, no por las metas cumplidas o las cifras en aumento, sino por ver a su gente sonriendo, disfrutando y trabajando juntos con alegría.
—Creo que… —dijo, aún recuperando el aliento— necesitamos más momentos así. A partir de ahora, todos los viernes serán «Viernes de Baile», ¡y nadie trabajará sin sonreír!
Los empleados vitorearon, y Bailotina, satisfecha con su obra, se deslizó nuevamente hacia su escondite, lista para su próxima aventura. Sabía que su magia había logrado cambiar algo importante: una oficina llena de presión y ansiedad se había convertido en un lugar donde el trabajo y la diversión podían coexistir.