En el bullicioso supermercado El Buen Sabor, donde los carros de la compra chirriaban y los compradores se paseaban para encontrar las mejores ofertas, vivía un pequeño y escurridizo Magikito llamado Patato.
Era un espíritu juguetón, invisible para casi todos los humanos, que disfrutaba de sus días haciendo pequeñas travesuras. Su lugar favorito era la sección de frutas y verduras.
Aquella mañana, Patato encontró un carboncillo olvidado entre pinceles y lápices de una estantería. Sin perder tiempo, lo tomó entre sus diminutos dedos y comenzó su obra maestra.
Zas!
A una patata enorme le pintó un elegante bigote.
Los compradores pasaban, cogían las patatas y las echaban a sus carros sin notar la divertida sorpresa que los esperaría al llegar a casa.
Pero Patato no se daba por satisfecho. Con un ágil movimiento, desató una caja de lacitos de colores destinados a decorar cestas de regalo.
Flic, flac.
Un lacito rosa apareció decorando las florecitas de un brócoli.
Floc.
Un lacito azul se anudó alrededor de otro, como si llevara un sombrero diminuto.
Los brócolis parecían ahora pequeñas damas y caballeros listos para asistir a un evento importante.
Una señora mayor se acercó buscando brócoli para la cena. Al verlos, frunció el ceño.
— Pero… ¿qué coquetos están hoy los brócolis?
Y sin dudarlo, metió uno en su carrito. Llevaba un lacito amarillo brillante.
Patato revoloteaba entre los estantes, riendo en silencio con cada pequeña broma. También intercambió las etiquetas de los champiñones, poniéndoles nombres de flores: margarita, tulipán, rosa salvaje… Cambió los plátanos pequeños por los grandes, generando más de una confusión divertida entre los clientes.
En medio del caos juguetón, un niño pequeño pasó llorando por la sección de verduras. Había perdido a su mamá.
Patato, que aunque era travieso tenía muy buen corazón, quiso ayudarle. Así que hizo rodar suavemente una zanahoria hasta los pies del niño.
El pequeño la miró sorprendido, la recogió, y olvidando por un momento su tristeza, comenzó a mordisquearla con curiosidad. Justo entonces apareció su madre, aliviada, y lo abrazó fuerte.
Y el día fue llegando a su fin. El supermercado empezó a vaciarse, los pasillos se quedaron en silencio y a las nueve de la noche el vigilante apagó la luz y cerró las puertas.
Patato, cansado pero contento, se acurrucó dentro de un cesto de manzanas rojas. Cerró sus ojos diminutos y suspiró con satisfacción.
Soñaría con que al día siguiente El Buen Sabor volvería a llenarse de gente… y él tendría nuevas oportunidades para dibujar bigotes, poner lacitos y llenar de magia traviesa la rutina de los humanos.