Era una tarde bulliciosa en el gimnasio municipal de Taramundi. Las máquinas de pesas chirriaban sin cesar y el golpeteo de las zapatillas contra el suelo marcaba un ritmo casi flamenco.
Todo el mundo entrenaba con entusiasmo, todos, salvo por una persona: Ronaldo.
Ronaldo era el más fuerte y más presumido de todos los allí presentes. Con su camiseta ajustada y su sonrisa brillante, caminaba por el gimnasio mirando a los demás por encima del hombro.
Cada vez que alguien intentaba levantar una pesa o hacer una flexión, él se reía a carcajadas exageradas y decía: – ¡Deja que te enseñe cómo se hace de verdad!
Algunos se sentían tristes, otros enfadados, pero nadie decía nada.
Desde un rincón escondido detrás de la fuente de agua, Pesitos, un Magikito con un peto hecho de retales de vendas deportivas y zapatillas rotas, observaba la situación. No le gustaba ver que alguien usara su fuerza para humillar a los demás. Así que decidió intervenir.
Con un suave movimiento de sus diminutas manos, esparció una espesa crema invisible sobre los discos de pesas, las mancuernas, las pelotas de fitness y las barras. Su magia era sutil, pero poderosa.
Cuando Ronaldo fue a levantar su habitual barra de 100 kilos para impresionar a la chica que tenía al lado, algo extraño ocurrió. Puso toda su fuerza, pero la barra no se movió ni un centímetro. Volvió a intentarlo, rojo como un tomate, pero nada. Los demás, extrañados, se acercaron a probar. Una niña pequeña levantó la barra con facilidad, como si fuera de plástico.
Un señor mayor hizo malabares con ella. Todos rieron de alegría, no burlándose de Ronaldo, sino disfrutando juntos de lo divertido que era poder levantar tanto peso con esa facilidad.
Ronaldo, avergonzado, se sentó en un banco. Por primera vez en mucho tiempo, sintió lo que era tener menos fuerza que los demás. Y al ver que nadie se cachondeaba de él y que todos simplemente expresaban su felicidad, se dio cuenta de lo bonito que es compartir las cosas buenas.
Se levantó, respiró hondo y se acercó a un grupo de principiantes que trataban de hacer sentadillas.
– ¡Hola! – dijo con una sonrisa sincera. – ¿Queréis que os enseñe un truco para no dañaros las rodillas?
Desde ese día, Ronaldo se convirtió en el entrenador más paciente y motivador del gimnasio. Enseñaba a todos a su ritmo, celebraba sus pequeños logros y ya no necesitaba presumir para llamar la atención, porque igualmente ya todos le querían tal como era.
Pesitos, satisfecho, saltó a la cesta de balones para echarse una siesta, dejando una pequeña estela de luz y alegría a su paso. Su trabajo allí había terminado.
Porque a veces, un poquito de humildad basta para levantar mucho más que pesas: puede levantar el ánimo de quienes lo están intentando.