Titilar en el Faro

La tormenta llegó sin avisar, como un rugido que sacudió la costa y apagó las estrellas. Titilar, un pequeño Magikito que vivía en el acantilado junto al faro, dormía profundamente en su cama de musgo dentro de una cueva. Pero un estruendo lo despertó. Abrió los ojos justo a tiempo para ver un rayo caer en el techo del faro.

— ¡Oh, no! — murmuró, restregándose los ojos mientras se levantaba de un salto.

Corrió hacia la entrada de la cueva, sintiendo cómo el viento le tiraba del sombrero de plumas y el agua le empapaba el chaleco. Desde el borde del acantilado, miró al faro. Estaba oscuro. Algo iba terriblemente mal. De pronto, en el horizonte, distinguió una pequeña sombra: un velero luchando por mantenerse a flote entre las olas gigantes.

— ¡Ese barco necesita la luz! — gritó, y, sin dudarlo, corrió hacia el faro.

Las escaleras resbalaban bajo sus pies mojados, pero Titilar subió de dos en dos, jadeando. Cuando llegó a la cima, el desastre era evidente: el cristal del faro estaba hecho pedazos y la tormenta había apagado la llama. Titilar intentó encenderla de nuevo, pero el viento se colaba por todos lados. No había manera.

Volvió a mirar al mar. Las olas amenazaban con tragar al velero, que giraba peligrosamente, buscando desesperadamente la costa. Los relámpagos iluminaban brevemente la escena, haciendo que cada segundo se sintiera eterno. Sin tiempo que perder, Titilar decidió que tendría que improvisar.

Subió al borde del faro, dejando que el viento lo zarandeara. Frotó sus manos hasta que comenzaron a surgir chispas, pequeñas al principio, pero cada vez más brillantes. Las lanzó al cielo, y con un sonido como de campanillas, estas se multiplicaron en el aire, formando una columna de luz que atravesaba la niebla. Las chispas no solo brillaban, sino que creaban un rastro que parecía señalar el camino a puerto seguro.

En el barco, el capitán y la tripulación estaban al borde del pánico. Cada ola parecía la última. Pero entonces, alguien gritó:

— ¡Miren! ¡Ahí, en el cielo!

Todos vieron el camino de luz que se extendía entre la tormenta. El capitán no lo pensó dos veces y giró el timón, siguiendo las luces. Las olas golpeaban con fuerza, pero las chispas se mantenían constantes, como si alguien estuviera cuidando cada detalle. Los tripulantes remaban con todas sus fuerzas, mientras el barco avanzaba lentamente.

Mientras tanto, Titilar seguía trabajando. Sus manos le dolían, pero no se detuvo. Frotó y frotó, lanzando más chispas cada vez que el barco parecía tambalearse. Su corazón latía con fuerza mientras veía cómo el velero se acercaba al puerto.

Finalmente, después de lo que parecieron horas, el barco llegó a aguas más tranquilas. La tripulación lanzó anclas y algunos cayeron de rodillas, agradecidos de estar a salvo. Desde el puerto, el capitán miró hacia el faro. Juraría que había una figura pequeña en la cima, rodeada de luces doradas. Pero cuando parpadeó, ya no había nada.

De vuelta en su cueva, Titilar se dejó caer sobre su cama de musgo. Sus manos seguían brillando tenuemente y una sonrisa cansada cruzó su rostro. A lo lejos, el eco de las olas parecía más suave, como si el mar mismo le agradeciera su esfuerzo. Había sido una noche larga, pero valió la pena.

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